Aquella fue una tarde memorable. Era uno de esos días agradables en los que da gusto pasear por el campus. Después del almuerzo fuimos a buscar a nuestro invitado con el Decano del Mayor, Felipe Martínez-Caballero. A la hora prevista, Adolfo Suárez estaba despidiéndose con gran confianza del doctor Brugarolas, médico de su hija y de su mujer, quien nos había facilitado las gestiones.
La tertulia debió comenzar pasadas las tres; más hacia las cuatro. En la sala de estar no cabía ya más gente. El clima era intensísimo y el ambiente se cortaba con las preguntas: la transición, ETA, Franco, la legalización del PCE, la Constitución, su dimisión, el 23-F. Todo eran “temones”. Ahí no había paja. Era chicha y más chicha. Y un hombre al que cada pregunta le hubiera podido suponer echar el aire fuera y decir ¿Por dónde empiezo? O responder con lugares comunes dando salidas fáciles. No fue nada de eso. Entró a cada pregunta y de cada respuesta pudimos conocer el valor de una vida entregada a una causa que lo había sido la de todos los ciudadanos que ahora vivíamos aquí.
Nos dimos cuenta que Adolfo Suárez no era un hombrecillo al que habían aupado otros hombrecillos iguales a él para hacerle más alto. Aquel era un hombre con las ideas claras que debió enfrentarse a los suyos y a los de enfrente, para unir a unos y otros. Solo se arrepentía de una cosa, nos dijo, de que la Constitución no protegiera la vida del hombre desde la concepción hasta la muerte. Ayer con la suya nos dio más vida. Dios le tenga en su gloria. HDS