Por Higinio Marín Pedreño | Promoción de 1989 |
Profesor titular de Antropología Filosófica en la Universidad CEU Cardenal Herrera
Espero que, como teselas de un mosaico, estas anécdotas compongan la visión de aquella comunidad de saber, cosmopolita y aristocrática que siempre ha sido el carácter distintivo de Belagua.
Quienes hemos vivido en Belagua tenemos un arsenal de historietas que reabrimos siempre que un reencuentro nos permite regresar con una sonrisa a aquellos días. Estas nuevas y bienvenidas páginas bien pueden servir de reencuentro para rememorar juntos. No obstante, el relato de anécdotas es un género oral y coral que requiere de concurrentes interrumpiendo sin parar para asaltar la dirección del relato. Sin ese griterío de risas, la anécdota pierde su condimento y corre el peligro de resultar insulsa.
Además, las anécdotas casi siempre están protagonizadas por la víctima, cuya personalidad suele formar parte esencial del suceso. Así que para contarlas por escrito no hay más remedio que poner a salvo a los que las protagonizaron, hoy todos ellos profesionales prestigiosos, venerables padres de familia y ciudadanos honorables, pero por aquel entonces jóvenes indómitos de modales en construcción, o, simplemente, novatos. Así pues, aunque estos recuerdos están dedicados a sus egregios protagonistas, omitiré sus nombres, que circularán solo entre quienes presenciamos los sucesos.
La Belagua de los años ochenta no era un lugar donde el lenguaje inclusivo, la atención a las minorías étnicas o la discriminación positiva fueran dominantes. Entre los residentes los había con toda clase de peculiaridades, por las que eran cariñosamente renombrados. Uno de aquellos colegiales tenía, tras un largo historial quirúrgico, uno de sus pies un tanto menor que el otro. Por supuesto que el común de los colegiales pasaba por alto aquella entrañable singularidad, seguramente también en atención a la estatura y envergadura del protagonista. Más allá de amistosas recomendaciones para no dedicarse al futbolín, en la práctica aquella peculiaridad no suponía limitación alguna.
De hecho, el colegial llegó a ser uno de los viejos más notables, reconocido por su brava determinación y la franqueza sin remilgos de sus modales. Su participación en los consejos y convivencias de becarios no pasaba desapercibida, ni se distraía en sutilezas. En una de aquellas convivencias de viejos, en el salón de Belabarce, sin más calefacción que la chimenea, los sacos de dormir se amontonaban con sus ateridos dueños dentro, formando una prieta alfombra humana. Recién logrado el silencio nocturno, se escuchó crujir la madera del suelo al paso de alguien que se dirigía a resolver algún menester sobrevenido. Cuando de vuelta se escucharon de nuevo los pasos-crujidos, una voz nítida, la del joven profesor Cruz Prados, sugirió con serenidad: “A mí ahora písame con el pequeño”. El silencio tardó en abrigar el sueño de nuevo.
Como se sabe, Belagua siempre ha sido un lugar hospitalario. Por allí pasaban transeúntes que acudían a Pamplona por toda clase de asuntos, y que eran conocidos como elfos, por lo sigiloso de su presencia y la costumbre de viajar de dos en dos. Por lo general, la fugacidad de su estancia les ponía a salvo de la efusiva hospitalidad de los residentes. Pero si se prolongaba un poco, era previsible que recibieran el afecto popular. En una ocasión, una pareja de transeúntes élficos se mostró más participativo que de costumbre, y hasta parecían duchos en las costumbres colegiales. Así que, en previsión de que no se perderían el rezo del Rosario tras la cena, la fila orante decidió dar sus vueltas y revueltas de rodillas, con la esperanza de que los visitantes se sumaran. En efecto, pese a sus titubeos iniciales, y mientras miraban a su alrededor, se convencieron el uno al otro para unirse a la procesión penitente. Allí, de rodillas y entre una multitud deshecha en risas, ninguno de los dos daba crédito a lo crédula que es la extranjería. Aquella noche los elfos, que se rieron y enfadaron al mismo tiempo, resultaron más cercanos.
Tampoco era escaso el celo con que se respetaba entre nosotros la pluralidad de creencias y credos. Por aquel entonces había en Belagua un residente de ascendencia libanesa y de apellido Magluf, hoy eminente médico peruano. A los nuevos se les dijo que era mahometano de religión y que el inicio del Ramadán imponía la confraternización de dar gracias por la comida al estilo bereber, con un sonoro eructo. Para cumplir el rito fue elegido de entre todos ellos un prometedor residente, al que, después de debidamente instruido en el dominio esofágico, se le situó en la mesa de dirección, con precisas instrucciones sobre el momento en que tendría que expresar su sonora gratitud. La suerte quiso que ese día compartiera mesa con un ilustre invitado a cuyo cargo correría la tertulia. Es posible que el invitado, el director y el capellán fueran los únicos que, paralizados, no estallaron en vítores y risas cuando, como se le indicó, el nuevo residente rompió el silencio para la acción de gracias al modo bereber. Desde entonces, y en recuerdo a su proeza, el residente lució con honor complacido el sobrenombre de el ayatolá.
Por otra parte, es sabido que la preocupación por darle valor formativo a las tertulias ha sido una constante en Belagua. Entre los años 1986 y 1989 las tertulias eran diarias y ocupaban entre media hora y cuarenta minutos después de la comida. Solían correr a cargo de invitados, y el encargo de organizarlas era laborioso. Se puso entonces en marcha la iniciativa de que los propios colegiales contaran en algunas de esas tertulias lecturas que pudieran ser de interés para los demás. Se trataba de promover al mismo tiempo la lectura, las tertulias y la exposición en público. El género que tuvo más éxito fueron las biografías de conquistadores y políticos.
Memorable resultó la protagonizada por un residente y estudiante de Derecho que había leído una biografía novelada de Juan Sebastián Elcano. Pese a lo previsible, la narración discurrió con cierto orden, y el ponente consiguió hacerse oír entre las bromas e interrupciones casi hasta el final. Satisfecho de su victoria, el narrador encaró el final de su relato para describir cómo tras todas sus hazañas el navegante español recibió el reconocimiento real. Y así, en memoria de su hazaña, pudo lucir en su blasón una estela que roda un globo terráqueo con la divisa Primus circuncidaste me. La explosión de júbilo del público, puesto en pie y dispuesto a llevar en volandas al narrador, no le dejó saber de inmediato la causa de su clamoroso éxito. Solo después reparó en que ‘circuncidaste’ es un término castellano de conocida significación, bien distinta de la que tiene la expresión latina circumdedisti. Al proyecto de tertulias a cargo de residentes le costó remontar aquel incidente léxico.
Ya casi al final de este ramillete de hazañas, es seguro que entre los lectores circulan reproches por la falta de sofisticación que dejan suponer de la vida colegial. Pero es justo declarar que la densa formación cultural de los residentes solo era menor que la sólida y extensa formación doctrinal. De hecho, la vida diaria estaba toda ella impregnada de erudición bíblica. Y de ahí que el coro en el que se refugiaban los retrasados en las celebraciones del oratorio fuera conocido como el atrio de los gentiles, o que el balcón que coronaba la fachada en su primera planta fuera llamado el balcón de David, etc. Es, pues, fácil adivinar que era una vida densa de referencias culturales y estéticas.
Espero que, como teselas de un mosaico, estas anécdotas compongan la visión de aquella comunidad de saber, cosmopolita y aristocrática que siempre ha sido el carácter distintivo de Belagua.
Ahora, casi cuarenta años después, la añoranza de tantos acompaña los recuerdos.